Ante la ley
‘Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y solo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera’. Ante la ley, Franz Kafka
Es una pesada tradición nacional el sentir un apego desmedido por los poderes taumaturgícos de la ley. Este sentimiento radica casi en exclusiva en un cierto tipo de fe que bebe, y en esto no somos una excepción en la región, de la herencia colonial española. Como recuerda el escritor e historiador colombiano Juan Esteban Constaín: “La ley como una especie de sortilegio, la ley como la solución mágica y sin fondo de todos los problemas. La corona expedía leyes aún para lo más insignificante y absurdo, pero lo hacía desde la metrópoli, al otro lado del mar, sin saber cuál era el mundo en que esas leyes se iban a aplicar”.
La historiografía tradicional, salvo honrosas excepciones, ha tenido a bien glosar edulcoradamente a los “doctorcitos” que han dominado, hasta hace muy poco, los resortes del poder de la nación. El encomio realizado durante siglos ha pretendido blindar a esta casta jurídico-política de las mayorías sociales del país. Los padres de la patria —nuestros ‘santos laicos’ que diría Monsiváis— han sido sobre todo abogados que, en muchos casos, paseaban del Gobierno al Tribunal en un viaje familiar de ida y vuelta. Impermeable a la democracia este entramado tenía vida propia durante la república con el argumento del interés general y así se redactaban leyes y constituciones que favorecían, de facto, el interés de muy pocos y, al mismo tiempo, se iba tejiendo una red de normas, intérpretes y canales que, como en el relato de Kafka del que nos prestamos el título del artículo, volvían extrañas a la gente, la justicia y el derecho.
El antropólogo ecuatoriano Andrés Guerrero explicó de manera brillante, para el caso del Ecuador en su texto El proceso de identificación: sentido común ciudadano, ventroliquía y transescritura, cómo, aunque en teoría se podía dar una igualdad ciudadana formal, en la práctica, derivada de una lógica normativa excluyente, existía una ciudadanía de facto y ésta contaba con una serie de elementos de verificación específicos que marginaban a buena parte de las personas. Estos elementos eran parte de ese edificio excluyente de la ley, donde en apariencia la puerta estaba abierta para todos pero ninguno de los interesados podía entrar sin pedir permiso a un escribiente, a un notario o a un juez.
DERECHO. La vigencia de esta manera de entender las cosas es la que lleva a algunos opositores al Gobierno del MAS a plantear como contrapuestos Estado de derecho y democracia. Una comprensión limitada del primer concepto los lleva a añorar la democracia pactada donde el Derecho estaba a resguardo de los intereses de las mayorías del país, bien seguro entre los acuerdos “intraélites”, en un lugar donde estaba claramente subordinado a las directrices políticas dominantes. La elección de magistrados por voto popular en octubre de 2011 tuvo la intención de romper con esta tradición que mantenía a la justicia reñida con la política. La política es poner en cuestión lo supuestamente —“naturalmente”— ajeno a la soberanía popular.
Todas las escuelas que trabajan conceptos como accountability (‘rendición de cuentas’) horizontal o vertical siempre dejaban sin problematizar los mecanismos de rendición de cuentas que debería tener el Órgano Judicial. En el mejor de los casos reconocían su limitación pero no eran capaces de abordar de manera satisfactoria qué mecanismos de rendición de cuentas democráticos deberían funcionar en este caso. Nuestra Constitución intentó dar una nueva respuesta.
La decisión de que sea la gente la que elija a sus jueces fue, sin duda, arriesgada. Se trató de un esfuerzo de cambiar desde arriba la estructura excluyente en la que operaba la justicia en nuestro país. Sin embargo, el balance, como reconocen todos los actores políticos, no es verdaderamente satisfactorio. Esa estructura excluyente ha demostrado tener sólidos cimientos, intereses muy poderosos y una lógica lo suficientemente aceitada para mantenerse en funcionamiento a pesar de que parte de sus cabezas sean cambiadas, en este caso a través del voto popular.
Mientras esta arquitectura siga en pie será muy difícil descolonizar de manera profunda las leyes, ya que si bien contamos con un texto constitucional que se propone como meta la descolonización y además se tiene una Asamblea Legislativa representativa de lo que es el país hoy, y en este sentido se muestra capaz de traducir en leyes buena parte de las demandas ciudadanas, uno de sus brazos ejecutores, el Órgano Judicial, sigue pensando como cuando Olañeta era el único criterio de verdad.
Es urgente romper con esta manera de entender y hacer funcionar (sic) las normas en Bolivia. Debemos recuperar las leyes, y su implementación, en un sentido transformador de la vida social. Y en esta empresa tenemos que participar todos los actores políticos y sociales de nuestro país. El desafio es claro: una convocatoria abierta para transformar el estado de la justicia y para gestionar esta reforma desde lo intercultural y en el marco de la plurinacionalidad.
Aunque empezamos diciendo que uno de nuestros males es la confianza mágica en la ley como solución de todos los problemas eso no significa que las leyes no puedan ser entendidas como herramientas para la emancipación, más si se construyen en una democracia densa como la que vive Bolivia hoy. Es, por lo tanto, imprescindible estar a la altura del desafío de reformar la justicia porque, como decía Henri Dominique Lacordaire, dominico francés del (siglo) XIX: “Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el siervo es la libertad la que oprime y la ley la que redime”.